Estambul, inolvidable (Turquía - Parte I)

Foto: www.deviajeporelmundo.co

Estambul, entre Europa y Asia, es una ciudad mágica que ejemplifica a la perfección el desarrollo y la hospitalidad de Turquía. Caminar por las calles de esta metrópoli, que durante siglos ha sido la capital de 3 imperios diferentes, es sumergirse en un ambiente histórico en donde antiguos palacios, gigantescas mezquitas y variados mercados, hacen que el extranjero no quiera dejar la tierra de los turcos. 

Si bien llegar a Turquía es fácil, o por los menos no tan complicado como otros países han convertido el hecho de atravesar sus fronteras, en mi caso dejar Colombia fue lo difícil. Siendo mi primer viaje internacional (el primero intercontinental y el primero en el que haría escala), las ideas de perder el vuelo, quedar atrapado en un país a miles de kilómetros del mío o, incluso, la posibilidad de ni siquiera poder viajar, no dejaban de retumbar en mi cabeza. Temeroso, vi cómo esas pesadillas casi se convierten en realidad. 

Un día antes del vuelo, como si en mi destino tuviera escrito que llegar a Turquía no fuera tan sencillo como en teoría sonaba (sin necesidad de visa de tránsito para Francia, ni de turismo para el antiguo Imperio Otomano), perdí mis documentos de identidad. Aunque tenía el pasaporte, no dejé de imaginar que camino al aeropuerto la policía me detendría por no tener la cédula, el ejército me reclutaría por no presentar la Libreta Militar y en Migración no me dejarían viajar porque un funcionario amargado querría confirmar que el de la foto sí era ciudadano colombiano.

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¿Cuatro años esperando por este viaje, y lo perdería por un descuido? ¿Por qué, de todos los días del año (de todos los años en los que había guardado como tesoro mis papeles), tenía que haber perdido los documentos a vísperas de las vacaciones que tan cuidadosamente había planeado? Resignado, cruzaría los dedos para que el pasaporte fuera el único documento que me exigieran para salir del país. 

Pero la suerte estaba de mi lado: Roger, la persona que me había recogido en Villavicencio y me había llevado a Bogotá (en un servicio llamado “Puerta a Puerta” y que en los últimos años se ha popularizado en la ciudad), me entregó no solo la cédula y la Libreta Militar, sino la tranquilidad de que viajaría. O por los menos eso pensaba.

Con tres horas de anticipación, check in online hecho, tarjeta de embarque impresa y la absoluta seguridad de que mi equipaje no superaría los 23 kilos permitidos por la aerolínea, esperé tranquilo a que el empleado de Airfrance embarcara mi maleta y me deseara buen viaje. Sin embargo, el diálogo se extendió más de lo deseado: con un tono sospechoso me preguntó si el pasaporte era nuevo, el motivo de mi viaje a Turquía y la reserva del hotel en Estambul. Al explicarle que dormiría una sola noche en un hostal y que después me quedaría en la casa de una amiga, el hombre, aumentándole dramatismo a la escena, dejó su lugar por unos minutos y al regresar, serio pero amable, pidió Carta de Invitación: “Sin ese documento no lo puedo dejar subir al avión”.


Sorprendido y alarmado, exigí una explicación. En pocas palabras me respondió que por no requerirse visa ni para Francia ni para Turquía, se hacía necesario un “control más estricto”. Aunque no estaba seguro si la aerolínea podía atribuirse ese tipo de funciones (¿no es ese trabajo de migración?), decidí no pelear. 

Sin perder un segundo llamé a irem (mi amiga turca) y en cuestión de minutos tenía una Carta de Invitación en la que se relacionaba la dirección en la que me quedaría, el tiempo de estancia y su documento de identidad escaneado. Corrí de la terminal nacional de El Dorado (único lugar en el que había una café internet) al área internacional, y con triunfalismo le entregué las tres hojas que – por fin – me permitirían iniciar el viaje. 

Luego de casi 10 horas atravesando el Atlántico, 8 esperando la conexión y 3 desde París a Estambul, ya estaba en Turquía.

Contrario a la accidentada salida del país, llegar a Turquía fue más fácil de lo que esperaba: en Migración el funcionario se limitó a mirar mi pasaporte y colocar en él el sello que me daba la bienvenida tácita - porque ni siquiera habló - al país. Ahora el reto era no perderme.


Con maleta en la mano y la alegría de no haber sido detenido por ser colombiano (miedo absurdo que tenía desde que compré el tiquete), me dirigí a la salida del Aeropuerto Internacional Atartuk. Siendo un viajero inexperto, absoluto desconocedor de la ciudad y sin hablar el idioma, días antes decidí coordinar con el hostal en el que me quedaría el servicio de transporte. Sintiéndome importante, busqué mi nombre en una cascada de letreros que agrupaban apellidos de todo el mundo. Al encontrarlo, le señalé al hombre turco que con ávidos ojos esperaba a sus protegidos, que el del letrero era yo. Él, luego de pronunciar de una forma que nunca había escuchado mi nombre, me dijo que esperara, que pronto llegaría el conductor.

Ya en el carro, acompañado de tres extranjeros cuya nacionalidad no puede descifrar, nos dirigimos a los hoteles (primero el de ellos y después el mío). En el camino, de noche y con música turca de fondo, Estambul tuvo la oportunidad de enamorarme y no la desaprovechó. Como un perrito feliz que se asoma a la ventana del carro y sonríe mientras la brisa golpea su cara, no me separé un segundo del parabrisas: recordando los libros, fotos y videos que durante semanas había visto de la ciudad, intenté infructuosamente adivinar el nombre de la mezquita gigante que veía a la izquierda de la carretera, el puente luminoso que veía a la derecha y, en general, todo monumento que me pareciera haber visto antes. Estaba totalmente perdido y me gustaba: que el conductor se demorara todo lo que quisiera en llegar al hostal, yo quería seguir explorando la ciudad.

Pero el camino fue corto. Al entrar en calles angostas que curva tras curva parecían forman un laberinto, entendí que mi primer recorrido por Estambul estaba llegando a su fin. Parqueado frente al edificio en el que pasaría mi primer noche en la ciudad, bajé del carro y en mi primer incursión con el idioma local, con un teşekkürler le agradecí al conductor por haberme llevado sano y salvo del aeropuerto, haber ayudado a que mi amor por Turquía fuera a primera vista y haber llevado los 22 kilos que pesaba mi maleta hasta la recepción. Sí, le dije todo eso con una sola palabra.


En el hostal, entre el hombre que atendía y yo seguimos cuidadosamente la ceremonia del recién llegado: ¿Tenía reserva? Sí, desde hace 2 meses. ¿Pasaporte? Sí, milagrosamente aún no se me había perdido, ¿Euros para pagar? Oui, aunque los altos precios del aeropuerto de París habían intentando sacar de mis bolsillos los pocos billetes que llevaba, tenía lo suficiente para pagar. Concentrado, sacó un mapa y una hoja impresa con las instrucciones y datos importantes del lugar. Serio, me explicó las contraseñas para subir al segundo piso y para entrar a la habitación, me dijo el horario en el que se servía el desayuno y la clave del wifi. Luego de terminar de decir el discurso que ya debía saber de memoria, me preguntó si había entendido. Responder que cuándo me darían las llaves del cuarto confirmó sus sospechas: no le había puesto atención. “¿Cuáles llaves? La contraseña para el segundo piso es 2121#, para la habitación es 4141#”. Las escribió en el mapa.

Intentando no despertar a mis compañeros de cuarto (un japonés y un australiano que compartían camarote), sigilosamente y con la luz del celular busqué mi cama. Ducha caliente, viaje intercontinental, espera eterna en el aeropuerto y absoluta oscuridad en la habitación, hicieron que segundos después de querer dormir mi cuerpo se sumergiera en sueños profundos que solo fueron interrumpidos por el rezo madrugador a Alá.