París (Parte 1): Perderse en Francia

Basilique du Sacré-Cœur

Sobre París se ha escrito mucho. Son miles los artículos que se han publicado sobre la ciudad luz. “Top 10 de cosas para hacer en París”, “Los mejores restaurantes para comer en París”, “Cómo recorrer Paris como un verdadero parisino”, “Los 5 lugares que no se deben dejar de conocer en París”. Con semejante avalancha de información se podría pensar que todo se ha dicho sobre la capital francesa, que un post más sería innecesario y que no tendría sentido publicar algo de esta ciudad. Pero no, el mundo necesita saber algo más, necesita conocer el día que me perdí en París y casi muero en el intento de regresar a casa (o algo así). 

París fue mi puerta de entrada a Europa y tuvo la responsabilidad de darme una primera impresión del viejo continente. ¿Y cuál fue? Que todo el mundo parece ser foráneo. Desde el aeropuerto nadie parecía tener idea de cómo llegar a la ciudad. “¿Este es el tren que va a París, o es ese?” “Creo que este”, me respondían más con un tono de pregunta que de afirmación. “¿Y llega a Gare du Nord?” “Supongo que si…”. 

Mi segunda impresión fue que Europa es un continente mucho más diverso de lo que pensé. Gare du Nord fue un ejemplo perfecto de lo multiétnico que es Francia. Africanos, árabes, hindúes, latinos y gringos, además de los “franceses franceses”, formaban un río de gente que se desbordaba por cada lugar de la estación de trenes. Escuché tantos idiomas en tan poco tiempo que por momentos creí inútil haber memorizado las pocas palabras que aprendí en francés.

Pronto descubrí que hablar español era muy útil y que a los franceses les gustaba que lo hiciera aunque la comunicación fuera más difícil. Escuché que no les gusta el inglés así que me esforcé por hablar en su idioma (aunque mi vocabulario se limitara a “merci”, “bonjour” “bonsoir” y “s'il vous plaît”), y en más de una ocasión dejé que me demostraran si era verdad que hablaban “un poquito” español. Los resultados fueron diferentes dependiendo de la persona, pero casi siempre me llevaron a más de una carcajada retenida. 

Mi hostal quedaba cerca de la Gare du Nord así que no fue difícil encontrarlo. Puede haber caminado pero los 11 kilos de mi mochila le ganaron a mi deseo de empezar a recorrer París por la superficie. Cedí a la “comodidad” del metro. Primer viaje por el subway y no me perdí, me sentí orgulloso. Ya sin equipaje y después de hacer el check in en el lugar en que pasaría los próximos cinco días, era tiempo de explorar la ciudad. El primer lugar al que fui (porque quedaba a solo dos cuadras de mi hostal), fue la Basilique du Sacré-Cœur (Basílica del Sagrado Corazón).


Por donde se le viera daban ganas de tomarle fotos

Llegar a Sacré-Cœur me enseñó dos cosas nuevas de Francia: 1. Sus monumentos son mucho más espectaculares de lo que uno se imagina y 2. No es el paraíso de la seguridad que de manera inocente creí.

Al intentar subir a la iglesia fui interceptado por un hombre (acompañado de cinco más) que de manera insistente (extremadamente insistente) intentó ponerme una manilla en mi brazo. “No, merci, no, NO” le dije sin resultado, parecía sordo. “Where are you from?” “Colombia…” “Oh, Falcao, Falcao” “Sí, Falcao, Falcao… merci, merci”. Corrí como un niño asustado (reflejos de haber vivido durante un cuarto de siglo en Colombia, supongo). Luego me enteraría que este tipo de escenas se repita una y otra vez en los lugares turísticos de París y en el metro: carteristas buscan turistas incautos (preferiblemente solos) para distraerlos y robarles sus pertenencias. ¡Como si uno estuviera de vacaciones para encontrar lo mismo que en su ciudad!

Fotos desde todos los ángulos

No soy un arquitecto o experto en arte para describir a Sacré-Cœur de una manera técnica o que haga honor a su belleza, así que seré simple y confesaré que me dejó sin aliento en más de una ocasión (y no es solo figurativamente hablando). Su interior es maravilloso, sus cúpulas y su decoración son simplemente formidables. Y qué decir de lo que se ve desde su parte más alta… Valió la pena subir esa escalera que parecía no tener fin, que me dejó sin aire varias veces, para disfrutar de la – considerada por muchos (incluyéndome) - mejor vista de París. 


A lo lejos, por primera vez en mi vida, vi la torre Eiffel.


Desde la parte más alta de la basílica me convertí en fotógrafo e intenté tomar las mejores fotos posibles con mi celular. ¿El resultado? Digamos que en Francia el paisaje siempre compensó mi falta de equipo profesional y talento. Aunque temeroso de que el fuerte y frio viento que soplaba me dejara sin cámara, como niño chiquito fotografié desde cada uno de los 306 grados que permitía el mirador. Ver Paris desde la altura me renovó el deseo de salir a explorarla y recorrer cada una de sus calles. 

Así que con las baterías de explorador recargadas bajé de Sacré-Cœur y vagué por Montmatre. A pocos pasos me encontré la imagen que, como cliché, se tiene de París: artistas pintando retratos de turistas en la Place du Tertre. ¿Será alguno de ellos el próximo Picasso o Van Gogh? Me gusta imaginar que sí y que los conocí, aunque sea incapaz de recordar su cara o reconocerlos en el futuro. Impregnado de arte (y para resguardarme de una lluvia relámpago) entré a una de las galerías privadas que hay cerca, comí crepres con banano y Nutella, descendí y ascendí calles sin rumbo fijo y comprendí que era verdad lo que había leído antes: Montmatre es un lugar que no hay que dejar de visitar en la ciudad.


Un famosísimo molino

Semanas antes de llegar a París, luego de hacer una extensa búsqueda de lugares y cosas por hacer en la capital francesa, descubrí dos clases de recorridos gratuitos: Free walking tour (que aunque quise tomar no puede) y Paris Greeters (un servicio que me parece maravilloso). Sin proponérmelo, y con un solo día en la ciudad, ya tenía a mi propia francesa para mostrarme el lado poco turístico de París. Ahora era cuestión de llegar a tiempo.

Sus indicaciones fueron muy sencillas: “Desde tu hostal tomas la línea 2 desde Anvers, dirección de Nation. Cambias a Stalingrad. Después, tomas la línea 5 en dirección de Place d’Italie y bajas en Bastille. Necesitas 30 minutos para venir”. Con semejantes indicaciones (mejores que las de un GPS), sin dificultad llegué. Segunda vez en el metro y no me perdí, ¿habré sido en una vida anterior parisino?

El recorrido propuesto por mi guía (una bonita joven periodista freelancer que durante un tiempo vivió en Chile), fue interesante y enriquecedor. Durante casi tres horas me mostró los edificios en que antes funcionaban carpinterías (en la actualidad ocupados por oficinas de arquitectos y diseñadores), y un típico mercado francés. Recordé la historia de la revolución francesa, discutimos sobre la creciente migración a Francia, los cambios que el atentado a Charlie Hebdo habían producido en París y la tradición de comer conejo de chocolate por pascua (¡fue tan amable que hasta me compró unas barritas de chocolate!).

La bastilla

Terminado el recorrido me convencí (contrario a lo que había escuchado muchas veces) que los franceses no son tan antipáticos y fríos como muchos los describen. Por el contrario (y después de haber estado en cuatro ciudades diferentes de Francia), llegué a la conclusión de que en su mayoría son gente amable y dispuesta a ayudar al extranjero. 

Desde la bastilla y una vez finalizado el tour con “mi propia francesa”, decidí caminar sin rumbo hasta que mis pies se cansaran. Sin saber cómo vi el Sena, continué caminando y desde lejos divisé el costado de una iglesia enorme. Ahora tenía un objetivo, esa silueta se me hacía familiar y, si era lo que pensaba que era, valía la pena llegar hasta allá.



Lo primero que me pregunté fue cuantos de esos candados ya deberían estar rotos

Quince minutos después mis sospechas se volvieron realidad: esa iglesia gigante era Notre Dame. Por segunda vez un monumento de París me sorprendía: era mucho más grande, imponente y majestuosa de lo que imaginaba. La ciudad luz no me había decepcionado, en las pocas horas que llevaba ya se había ganado mi admiración. Ahora era tiempo de sesión de fotos con la catedral e intentar ingresar.

Tenía razón, esa silueta de lejos era Notre Dame

Si hubiera sabido que la enorme fila que había para entrar a la iglesia era para asistir a un concierto de música gregoriana y que ingresar a Notre Dame era gratis, seguramente hubiera regresado el día siguiente y me hubiera ahorrado 20 euros. Pero también me hubiera perdido de una experiencia única, habría desaprovechado la oportunidad de estar en este templo – no como turista – sino como espectador de un momento musical que nunca antes había pensado disfrutar. A los pocos minutos sentí Notre Dame como la capilla de mi barrio. 


El día llegó a su fin y era tiempo de regresar al hostal. El frio me recordó lo mal preparado que estaba para esta rara primavera que me había recibido en París. Busqué la estación de metro más cercana y ahí empezó mi calvario. Viéndolo en retrospectiva me parece increíble que no vi la entrada y que en cambio caminé varias cuadras hasta encontrar otra estación. Pero sí, lo hice. Desde las diez de la noche y por casi dos horas deambulé sin tener la menor idea de cómo llegar a mi casa. Al principio fue divertido, “excusez-moi, où est le metro?”, fingir entender las indicaciones, agradecer con una sonrisa y creer que en pocos minutos estaría en mi cama. Pero después de un tiempo la idea de morir de hipotermia el primer día de mi estancia en Francia se fue apoderando de mi paranoica imaginación. 

No recuerdo el número de veces que me subí en la dirección equivocada del metro o todas las estaciones en las que me bajé. Eso sí, no olvido que cada vez que tenía que preguntar a una nueva persona (cada vez más asustado) miraba el reloj y me preocupaban dos cosas: la batería de mi celular y que fuera media noche (aunque después supiera que los viernes y sábados el metro cierra a las 02:15). Si me quedaba sin móvil estaría aún más perdido, Paris Metro (la app) ya no me ayudaría y el día siguiente, con los primeros rayos de sol, mi cuerpo congelado sería encontrado en alguna calle.

Entonces aparecieron mis salvadores. Los escuché hablando mi idioma y supe que serían ellos quienes me ayudarían. Una pareja de españoles me mostró el metro que tenía que tomar y, prácticamente, me subió al vagón correcto. Eran las 11:45 cuando llegué a Gare du Nord. Podría haber hecho el transbordo y llegar a Anvers, pero estando tan cerca de mi hostal preferí caminar unas cuantas calles antes que arriesgarme a extraviarme (o otra vez) en los 213 kilómetros que tiene el metro. 


Mi primer día en París fue inolvidable y me preparó para lo que aún me tenía guardado la ciudad. Pero esas son historias de otros posts.